Melina Rosana Medrano

Los pies marchaban, como controlados por otra persona, dando pasos pequeños y se tropezaban constantemente, los muslos apretados con la sensación de que así se frenaba la sangre, aunque sabía que eso no podía detener nada. El dolor en mi entrepierna y la sensación de estar empapada de sangre de nuevo, mientras me sujetaba con una mano el vientre y con la otra me cogía de la pared, pero avanzaba determinada por alejarme de aquella pequeña sala.

El pasillo blanco e inmaculado parecía extenderse, mientras sentía de los hombros la presión de las manos de mi hermano que me llevaban. Su voz no paraba de preguntarme si quería parar, si necesitaba algo, mientras lo que más me sangraba era el alma, el orgullo, y las ilusiones que se habían quebrado dentro de mí.

Solo quería salir de ahí, alejarme todo lo posible de ese «paritorio» dónde yo me había sentido tan humillada, porque no había parido nada. Mi hijo se había escurrido de su vida, de nuestros proyectos, cayendo entre mis piernas y ocultándose en un mar de sangre en mi propio baño, en mi casa, en ese lugar que ahora quería sentir refugio, pero que no dejaba de ser el protagonista del dolor…

Al fin salimos del hospital, no recuerdo cómo, hay lagunas muy grandes y seguro muchas disculpas que no di. Pero ahí, entre lágrimas y contracciones, ya en nuestra cama, con mi pareja, solos volvíamos a revivir contracción a contracción como nuestro sueño se fue, entre sangre y empapadores, se dibujaban nuestros anhelos rotos y el dolor de volver a ver esa habitación vacía, ese hijo que nunca abrazaríamos. No había, en esta era tan digital, ni una sola forma de recordarlo fehacientemente más que con nuestra memoria.

Foto de Enrique Silva (Pexels)

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